3 jun 2011

Sub lucare Luciferi Fanum


El ruido del aparato se quebró antes del sueño, cuando intentaba que el miedo pasado no se transfigurara en pesadilla.

-¿Hola?- preguntó la voz al otro lado, un tono neutro de lo más común tañido con el ceceo propio del lugar.
-El teléfono ¿verdad?- me anticipé con total seguridad.
-Así es “jefe”, hasta las cuatro estamos abierto, mañana es fiesta y cerramos le vendría bien pasarse ahora por aquí y llevárselo.


No quise amedrentarme, me presionaba para descartar las malditas visiones que el alcohol me trae cada vez que bebo. Me vestí rápido ocultando el miedo en una pátina fantástica de seguridad en mi mismo.

Alguna sombra fugaz se advertía en cada esquina parapetándose en la oscuridad como si fuera seguido, ramalazos más oscuros que la propia noche que yo achaque a las visiones que el alcohol trasmite en mi sangre.

Durante el día todo parecía distinto : turistas cargados de inutilidades vestidos con camisetas absurdas, parejas de negro de mas allá de Despeñaperros olisqueando los bares , frotándose los bolsillos ante la ganga del sur , autóctonos con sus quehaceres diarios y personas como yo, antiguos veraneantes que pasaron la niñez retozando en las playas llenas de cieno y detritus de barcos ante la desembocadura del rió Guadalquivir , buques alejados de los canones de ahora con respecto al medio que desaguaban la carga de las tuberías para alejarse y no volver dejando la mierda.

Mis iguales regresaban cuando podían, a sentirse niños de nuevo; a intentar atrapar algo inalcanzable como es el pasado. Los que nada tienen, los que hemos perdido cualquier contacto con la realidad, regresamos a la infancia buscando un amarre en este mundo hostil , nos manchamos otra vez las manos de azabache y el olor a gasoil nos parece tan característico de la infancia como el de las gomas de borrar.




Haciendo las veces de Caronte llevé a mis acompañantes a los bares, las bodegas y las plazas y no por ello deje de advertirlos: vendiendo fruslerias en cada velador : cedes piratas, pañuelos de papel, mendigando unas monedas , un cigarrillo o tan solo postrando la mano para que cayera cualquier cosa, siempre cerca de las Covachas.

No parecían molestarse ante las negativas tan solo recorrían la plaza de la Magdalena una y otra vez para esconderse de nuevo entre los callejones limítrofes al Cabildo.
Las sierpes del edificio nos observaban en cada subida al Barrio Alto, estáticas en apariencia pero móviles si se perfecciona, como hago yo, la visión periférica del ojo. Cuando esto sucedía las gárgolas, góticas en su pedestal de roca, seguían nuestros pasos entre las risas cargadas de Manzanilla de mis amigos. Parecía que solo yo apreciaba el tenue devenir de los ojos de las estatuas siguiendo nuestros pasos, sabedoras que mas pronto que tarde seria la pieza de un rompecabezas tan arcano como viejo.



De camino al bar noté de nuevo su presencia, algo me decía que todo estaba escrito.La perdida del teléfono móvil en aquel sitio donde era un forastero, un extraño que tuvo que huir a toda prisa ante le inminente trifulca que se avecinaba. Podría ser que la pelea fuera una excusa para después de lincharme hacerme desaparecer en aquella oscuridad pavorosa que me helaba la sangre.

Continuaba engañándome a mi mismo, cavilando que todo era producto de mi incipiente locura etílica.



Cuando llegué todo aparentaba tranquilidad. Retiré el terminal de manos del camarero, un tipo tan nervioso como joven, recuerdo que respiró de alivio cuando me marché anteriormente. Ahora parecía estar al borde de la histeria.

- Márchate – consiguió decirme en susurros agarrándome un brazo mientras me devolvía el aparato.

Demasiado tarde. Ellos me esperaban, retrepados en la oscuridad del vientre de la taberna, se acercaron. Tengo que decir que me deje atrapar.

Pensaba, en mi idiotez, que las visiones desaparecerían , que estaba en la cama soñando pero todo era muy real, el por qué a mi, aún no lo sé, falta de caridad, de valor, me lo pregunto cada día desde mi atril.

Os veo pasar subiendo la cuesta hasta el Barrio Alto, cargados de bolsas y risas de manzanilla, el olor a pescado de la plaza de abastos me embute los hocicos y la nostalgia de humanidad me invade entonces.

El lucero del Sur, Luciferi como reza su emblema; esconde a esos que nada temen perder pues todo lo perdieron, como yo hice cuando era persona. Mi destino estaba escrito: este es el mejor lugar para mí.




Las sirenas, las nuevas, las que guardan la cueva del infierno, entonan canciones antiguas para consolarme y mientras pasa el tiempo empiezo a encontrarme agusto en este lugar.  Alguna noche dejaran de hacerlo, entonces seré otro , sin remordimientos humanos, de los que habitan este limbo en las tranqueras del averno hasta que llegue el fin  ; Una gárgola más de las Covachas.



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